Como la niña que se cree inmortal

La estación se quedaba a solas, volvía a casa con una media sonrisa y lágrimas escondidas. La calle olía al humo de los cigarrillos que se mezclaba con alguna que otra meada. Los bares abarrotados de distintas historias estaban confluidos por sinrostros, que esperaban ansiosos al oyente que fingiera que le importaba un mínimo su historia.

Madrid se llenaba de luces en lo oscuro, los charcos reflejaban un cielo cansado y contaminado.

Como la niña que se cree inmortal y despierta al mundo por primera vez con el tañido de unas amargas campanas, miro al mundo con repulsión, cegada de pesimismo y sujetando entre mis brazos un libro como si fuera un salvavidas.

Mis pies siguen leyendo fragmentos en las baldosas, y la risa edulcorada que huye por las ventanas abiertas, cae en mentiras, estrellándose sobre las angostas calles que por el día habían estado abarrotadas.

Huyo, huyo de la gente, de mis miedos, de la ansiedad, de las depresiones. Huyo, huyo de los malos días, de las mentiras, de las regaladas sonrisas. Huyo, y al ver un gran árbol que ha debido de oír miles de historias, me siento a sus pies. Comienzo a leerle El Principito.


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